martes, 26 de julio de 2011

LA CALLE ES GRATIS

    Sudorosos vampiros, amantes del etéreo crepúsculo estival, desplieguen sus alas con atención pues con ustedes se halla Radio Vampiro Interncional, emitiendo.

   Cuando una/o traspasa las puertas del metro, habitualmente, el vagón está repleto, se mendiga el oxígeno y transpiran los cristales. Metro de Madrid: Suda.
Hay ocasiones, mágicas, en las que detrás nuestra entra un músico, desenfunda su raído acordeón y empieza a entonar una antigua canción popular de su lejana tierra, allá en el Este. O una triste ranchera, o el mítico "When the saints go marching in"...
Cuando entona sus primeras notas, es fácil obsevar alrededor los, cada vez más caídos, rostros de la gente. Se percibe cierto encogimiento, recorren el vagón sucias miradas de incordio, le observan como una amenaza: un extranjero que perturba con su ruido el armónico traqueteo del tren.
Para algunos, los menos, es un regalo. Un halo de luz, en aquel agujero infernal. Es medicinal para su claustrofobia y les hace más llevadero el viaje. El agobio sudoroso torna ahora en sonrisa y deleite.
Tanto en el metro como en las calles de la ciudad, todavía, quedan estupendos músicos que nos hacen la vida (calculada y monótona) más alegre. Nos muestran su arte y cultura a cambio de nuestra voluntad. El único intermediario es un pañuelo tendido, que sostiene algunas monedas con las que sobrevivir.
Para las personas que les gusta la música, es mucho más fructífero dar un paseo por la ciudad que escuchar la radio, pues en este país es (muy)raro que en una emisora se pueda escuchar música de Los Andes, Nueva Orleans, clásica, El Caribe, folk, fanfarria de gitanos rumanos (que hacen sonar de manera exquisita trompetas y acordeones destartalados)... en menos de una hora.
Un incalculable tesoro de arte, tradiciones y miradas que nos abrazan, día a día, sin apenas darnos cuenta.
   Aunque a los mercaderes de música les parezca increíble, la concepción de músico callejero (que se expresa informalmente en el espacio público, a expensas de los canales masivos de difusión de la cultura), desde hace siglos, es la transmisión más común de la música popular tradicional. Trovadores y juglares jugaron un papel fundamental al cantar, junto a su laud, una tradición oral que ha prefijado muchos de los mitos culturales de la mayoría de los pueblos. Africanos, en su huida de la guerra, en vez de un AK47, empuñan su yembé y nos ilustran, con su magnífica voz, sobre la diáspora y los horrores que se producen en su pueblo. El gitano rumbero, desde tiempos inmemoriales, anima al abrazo de los amantes. Los chavalitos del hip hop nos escupen a la cara sus inquietudes y los problemas del barrio. Ya hablamos del quejido callejero de los vagabundos del jazz y del blues...
Incluso, hoy, hay mucha gente que no se nutriría de la música en vivo si no fuera por los sonidos que nos brindan las calles.
   En nuestras grandes ciudades (al contrario de lo que sucede en Kingston, Nueva Orleans, New york, El Cairo, etc) se considera a los músicos callejeros como perturbadores del orden cívico, contaminantes acústicos, caraduras que no pagan el impuesto revolucionario de la (pútrida, corrupta y monopolista) SGAE, bohemios malnutridos que repelen la atracción de capital privado.
No se consideran patrimonio cultural de una ciudad viva. Es por ello que las ordenanzas de los dos grandes ayuntamientos del país cada vez ponen las cosas más difíciles: en Madrid (aparte de cerrar decenas de salas en vivo) se prohibió hace un año tocar la percusión en El Retiro (en donde se liaban las mejores tamboradas del mundo, en un espacio, tangible, de auténtica convivencia racial) además de poner contínuas trabas respecto a los espacios y horarios.
En Barcelona, al igual que en Madrid, buena parte del centro está vetada, pero lo más acojonante (y vejatorio) es que el ayuntamiento ha realizado una serie de castings (¡hasta donde llega la infamia televisiva!) para limitar los músicos que tienen permiso para tocar en el metro. El criterio de selección es que los músicos han de ser melódicos y suaves. Sin comentarios...
   Del arte callejero, además de la mera expresión artística, subyacen muchos otros intereses. Es una pequeña isla de resistencia frente a las contínuas agresiones a la libertad de expresión en la calle, frente a la (antinatural) mercantilización del arte y frente a la podrida expropiación de los espacios públicos, que pasan a manos privadas, previa comisión al alcalde de turno.
   El rito musical es auténtico. Las gentes que se buscan la vida en la calle conforman un aparato integral de resistencia. Crean un espacio modélico de convivencia multicultural. Y, aparte de su arte al desnudo, nos muestran que otra forma de arte es posible, otro tipo de conversación musical es deseable, y otro aprovechamiento del espacio público urge.
Queridos vampiros: salgan a las calles con unas monedas, den un paseo y conecten su alma con las múltiples músicas que éstas regalan.
¡El arte está en las calles!
¡Qué suene la música!
¡La calle es gratis!

                                                   
*Nota: esta canción es un regalo de VampiLuis y es un grito desesperado para que las personas que están sufriendo este amargo verano no se vayan y hagan un titánico esfuerzo para permanecer sangrando, riendo, llorando, junto a nosotros.